domingo, 4 de noviembre de 2007

Sólo arena alrededor.
Llevamos medio día de caminata y todo lo que nos rodea es desierto.
No hay indicios de fauna o vegetación alguna. Ni siquiera las aves se animan a volar hasta acá. Todo se siente muerto, desolado.
La única pista de que en este lugar existió una ciudad alguna vez, son las puntas de una que otra antena transmisora de radio, asomando entre las dunas.
A estas horas del día el sol se refleja con más fuerza sobre la arena blanca, creando una luminosidad fantasmagórica.
¡Tantos kilómetros de desierto! Da la impresión de que todas las arenas del mundo hubiesen venido a dar aquí.

El guía, unos metros delante de mí, me dice que debemos detenernos.
–Espera un rato –dice, casi ordenándolo–. Quisiera adelantarme para comprobar si el suelo es firme.

Le hago un gesto positivo y se aleja, despacio, hasta desaparecer detrás de algunas dunas. Al fin podré descansar un poco. Me bajo la mascarilla para poder secarme el sudor del rostro y respirar con libertad; tener todo el tiempo esa cosa encima sólo aumenta la sensación de calor. Además de lo agotador que es caminar por seis horas, más aún es hacerlo sobre arena. Las piernas me están matando. Busco un lugar el en suelo y me siento. Aprovecharé para grabar alguna toma más que pueda servirme como apertura del documental.

Piura, 26 de marzo del 2013. Lo que fuera alguna vez la ciudad del eterno calor ha quedado, casi de un día para otro, sepultada bajo toneladas de arena; montañas colosales que hoy ya no permiten que ésta se distinga de cualquier otro desierto...

Bien, bien; mi intención es conmover al público con esa perspectiva. Habrá que alternar en la edición imágenes de la ciudad anteriores de la catástrofe. Sí, eso será suficiente para poner el toque de nostalgia en los sobrevivientes. Los sobrevivientes...

–Estás respirando puro yucún –dice el guía mientras camina hacía mí, desde atrás– Cuando menos lo esperes tendrás los pulmones llenos de barro.

–Ah, lo siento; me pondré de nuevo la mascarilla –respondo, sorprendido de no haberlo visto llegar–. ¿Falta mucho aún?

–No, una media hora, a lo mucho. No estamos lejos de lo que fue la plaza de armas, lo complicado será atravesar esa duna, la que se formó sobre el edificio Atlas.

Mi vista se dirige hacia donde su mano señala. Una pared de arena se levanta a lo lejos, monumental, cordilleresca. Tendremos que escalarla, con lo difícil que resulta escalar paredes de arena. Pobres piernas. Me pongo de pie sintiéndome un poco más pesado que cuando me senté.

–Apura flaco, la tormenta de arena pronto nos alcanzará.

Claro, la tormenta de arena. Cómo no olvidarla. Según los cálculos de los meteorólogos, esta nueva tormenta cubriría, ya para siempre, los pocos rezagos que quedaban de la ciudad, antes de que terminase el día. Ésta sería mi única oportunidad de capturar la imagen perfecta. La cruz de la catedral, antes de quedar cubierta poco a poco, hasta desaparecer para siempre. Perfecto.

El guía termina de ajustar los arneses y, unidos por una soga, siempre detrás de él, empezamos a escalar a duras penas la duna Atlas, de más de sesenta metros de altura.

La civilización como cimiento de una obra de la naturaleza...

Más de media hora después habíamos conseguido atravesarla del todo. Estábamos fatigados, pero demoramos más de lo esperado y no había tiempo que perder. Teníamos aún quince minutos para llegar hasta lo que fue la Plaza de Armas, ubicar el equipo y filmar una escena maestra. Caminamos, pues, al máximo de nuestra capacidad. La tarde avanzaba con rapidez y la arena en el aire se iba haciendo más espesa, retrasando nuestro paso y dificultando la visibilidad. Finalmente llegamos a tiempo hasta las ruinas del edificio del banco de Crédito. La única torre de la Catedral que aún se mantenía en pie estaba exactamente frente a nosotros, cubierta por el desierto casi totalmente.

La plaza de armas aparecía como una gran hondonada y no observaba el mismo volumen de arena que había visto en otras partes de la ciudad. Las dunas no cubrían la cúpula más alta de la catedral. Muchos pisos del edificio del banco quedaban al descubierto aún, pero no era esa la imagen que me interesaba capturar. Quería obtener la imagen de la iglesia hundiéndose. Una catedral es como el corazón de la ciudad y una vez muerto el corazón se ve que ya no hay más remedio. Era lo que necesitaba para conmover a mi público. El fin de un pueblo.

Aún faltaban algunos minutos hasta que la tormenta se desatase. Trepando por los montículos de arena alcanzamos una de las ventanas del banco. La rompimos y entramos a descansar un momento. Luego colocaríamos los instrumentos.
El guía suspira un poco. Se baja la mascarilla.

–¿Sabes? Yo vivía a unas cuadras de acá. Y fui uno de los primeros en darme cuenta de que la ciudad se empezaba a perder. –Su voz, rasposa y gutural, era como la de un viejo con tos.– Durante varios años el aire empezó a llenarse de polvo por las tardes y parecía que una neblina amarilla envolvía el ambiente. Ya desde ahí empecé a tomar precauciones.

Cabizbajo aún, destapa su cantimplora y bebe un poco, lo suficiente para humedecer sus labios resecos y partidos. Sube nuevamente su mascarilla y se cubre hasta la nariz.

–Como te dije: si no fuera por las máscaras estaríamos respirando arena –reitera–. Cuando la arena recién cubría las casas en la periferia de la ciudad, la gente de esta zona ya tenía los pulmones llenos de fango; ya estaban muertos y no se habían dado cuenta.

–Vaya. No tenía idea de que estaba con un sobreviviente de la catástrofe. Tu testimonio sería valiosísimo para mi trabajo, quisiera hacerte algunas preguntas ¿A dónde se fue todo el mundo? Digo, eran cerca trescientos mil habitantes ¿Qué fue de ellos?

–Bueno –reflexionó–, unos cuantos murieron, desprevenidos. La mayoría logró huir. Los muy cobardes. Dejaron que el desierto les arrebatara sus casas. Pero yo no, yo me quedé por aquí; mis padres siempre me enseñaron a defender lo que es mío. Mi vieja dio ejemplo hasta el final quedándose en su casa. Batallaba, día tras día, contra la arena. Cuando esto empezó, barría cada mañana lo acumulado, lo que entraba por las puertas y ventanas. Luego, tras los primeros días, cuando la gente ya había empezado a preocuparse y a migrar, y los primeros muertos fueron encontrados; mi madre colocó toallas debajo de las puertas y en las rendijas de las ventanas. Pobre mi vieja, ya no nos quería ni abrir porque se le metía toda la arena. La última vez que estuve allá, su piel se veía plomiza y reseca. Se movía con torpeza. ¡Y el aire! Era distinto, cargado. Pero no intenté convencerla de abandonar. Esa tarde nos la pasamos conversando, sentados en la mesa bebiendo un té rancio. Recordando viejos tiempos. Y al final ya sólo callados, cada uno absorto en sus propios pensamientos. Al llegar la noche me levanté para irme; la vieja me hizo agachar para darme un beso en la frente, como cuando niño, y nos despedimos sabiendo que sería la última vez que nos veríamos.
Su mirada, fija en el vacío, vuelve en sí. Recae en algo y se levanta casi de un salto.

–Sigamos –ordena–, tenemos poco tiempo antes de que...

–Sí, lo sé. Saldré a acomodar la cámara.

Me pongo de pie a duras penas, el peso de la mochila de por sí hace la labor difícil, pero no es sólo eso. En los pocos minutos que estuvimos sentados, la arena había ido asentándose sobre nosotros. Consigo sacudirme más de tres kilos de polvo y emprendemos la marcha.

–Yo creo que fue castigo de Dios, ¿sabes? –me comenta, mientras ubico la cámara–. Como con el Diluvio, sólo que esta vez en vez de purificarnos con agua decidió enterrarnos. Ésta fue su manera de demostrar nuestra insignificancia, lo poca cosa que somos frente a él.

El guía sigue divagando y sólo atino a pensar: pobre iluso. No tiene idea. A veces me gustaría no ser tan escéptico y ver las cosas con la ingenuidad de estas personas. No me molestaré en explicarle lo del calentamiento terrestre, las variaciones de presión atmosférica, la creciente presencia de tormentas de arena en China, Arabia, Chile... no, de qué serviría. ¡Ja!, a lo mejor hasta tenga razón y es todo parte de un plan de Dios para desaparecernos de la faz de la tierra. Sí, quizá deba hacerme creyente. Volteo a ver al guía y sonrío, incrédulo.

Termino de montar el equipo en un trípode. Utilizo algunas fundas de plástico para que la arena no pueda entrar en la cámara y dañarla, dejando el espacio necesario para que pueda filmar sin problemas.

La tormenta arrecia. Las partículas de polvo en el aire hacen fricción generando descargas eléctricas. Los eventuales relámpagos añaden la espectacularidad necesaria para darle a mi toma la ambientación ideal.

Un cielo oscurecido, el aullido del viento y la ferocidad con que la arena se desplaza, cubriéndolo todo. Nada se salva. La furia de la naturaleza no perdona los últimos resquicios de humanidad en éste, su territorio. La cruz de la Catedral, el último símbolo del corazón del pueblo piurano, va desapareciendo, poco a poco, para no dejar rastro.

En la toma apenas si consigo visualizar nada. El guía me grita algo, pero apenas lo escucho. El ruido del viento y la arena son demasiado fuertes. Viene corriendo hacía mí y me toma del brazo.

–¡Vamos ya! ¡Debemos refugiarnos en el banco! ¡Mientras más alto mejor!

–¡Pero aún no termina de desaparecer! –refuto, inútilmente. Al final recojo la cámara y continúo grabando, no quiero que se pierda ningún detalle de nuestra huida.

La cruz queda cubierta por la arena. El cielo sobre nosotros es de un marrón oscuro y ya no se puede ver más allá de mis manos. Me muevo erráticamente, sin saber adonde dirigirme hasta que tropiezo. Tirado en el suelo, siento la arena sepultarme vivo. Pero no soltaré la cámara, al menos quedará este testimonio para el mundo. Siento la arena entrar por mi nariz y su sabor en mi garganta. Algo me arrastra, me ha tomado de los pies y me arrastra unos metros. Es el guía, me ayuda a sentarme y me indica hacía dónde debemos ir. Cuando todo parecía perdido este hombre me demuestra que la humanidad aún no ha sido extirpada del todo de este lugar.

Nos acercamos al banco, entramos por la misma ventana rota por donde habíamos entrado antes. Dentro, la arena ha llenado más de la mitad de la habitación y casi alcanza el techo. Mierda. La única manera de llegar al piso superior sería que uno levantase al otro. El guía se ha ofrecido a elevarme, luego yo lo jalaré desde arriba. Pongo mis pies en sus hombros y me agarro del borde del siguiente piso. El movimiento se complica debido a que no puedo soltar la cámara.

Al fin.
He logrado subir.

Estiro mis brazos para ayudar al guía a subir, pero no alcanza. La arena debajo de él empieza a cubrirlo y a succionarlo. Se me ocurre que puedo usar la cámara y su correa para alcanzarlo. Tomo con firmeza la cámara y le acerco un extremo de la correa. La ha tomado. Intento jalar con todas mis fuerzas pero es inútil. Parece que mientras más jalo, más es succionado. Ya no puedo hacer nada por él. ¡Pero no quiere soltar la cámara! Suelta, suéltala carajo. Forcejea un rato hasta que corto la correa para evitar que arrastre la cámara consigo. Busco el rincón más apartado y filmo el paisaje desde ahí. Afuera, la tormenta está en su máxima potencia. Oigo, abajo, los ruegos de mi guía, sus gritos amenazantes y luego sus súplicas desesperadas. Luego silencio. Me tiro de espaldas al suelo. Apago la cámara para conservar el poco de batería que queda.

Apenas puedo respirar. No veo nada. Intento mantenerme despierto.

Han pasado ocho horas desde que la Catedral quedara sepultada. Ahora, ya lejana, la tormenta va dispersando su oscuridad a varios kilómetros de aquí.
La ciudad entera, finalmente, ha desaparecido bajo una inmensa nube de polvo. Los potentes rayos solares que en otro tiempo la azotaran, hoy son apenas tímidos haces de luz, por aquí y por allá, atravesando la espesa capa de arena que flota en el aire.

Bajo del edificio y procuro orientarme alrededor. Desierto.
Me esperan horas de caminata de regreso hasta la ciudad más próxima.
Y mientras emprendo el camino de vuelta sólo una cosa ocupa mi mente: este documental será la bomba. Vea usted al último piurano siendo devorado por la arena. Perfecto.

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